Desde que mi padre nos abandonó cuando yo tenía apenas seis años, mamá no levantó cabeza. Pasó un hombre tras otro por nuestras vidas sin dejar huella. Cada uno era peor persona que el anterior, pero ella nunca renunciaría a su idea de amar y ser amada. El actual era el más malo de todos; contestaciones subidas de tono, discusiones que se eternizaban, e incluso golpes que ella trataba de disimular con la mejor de sus sonrisas, pero yo ya tenía quince años y no era imbécil. Sabía que debía acabar con ese señor antes de que él acabara con nosotros. Pero en lugar de eso, hui; salí corriendo y me introduje en el inmenso bosque que rodeaba nuestro pequeño pueblo. No me dejaban hacerlo, mucho menos de noche, pero escapar de la realidad era muy difícil en un sitio donde te conocen hasta los recién llegados. Siempre escuché una coletilla al final de cada frase de las cotillas del pueblo cuando hablaban sobre mí: «el hijo de la que se quedó loca cuando el marido se marchó». Esa expresión quedó
Un enorme castillo abandonado a su suerte hace miles de años, ahora comido por la maleza y el inexorable paso del tiempo. Una pila de cadáveres amontonados a las puertas del terreno. Un millar de cuervos graznando y aleteando en busca de carroña. Un hombre vestido de negro entrando cual rey y mirando a todos lados con una sonrisa siniestra. Su miedo moría, su ira helaba, su dolor quemaba, y sus víctimas se revolvían en lo más profundo de su conciencia. —¡¡¡¡No!!!! —Se despertó sobresaltada y tardó más de un minuto en convencerse de que todo había sido un sueño. Su respiración agitada, el sudor cayendo a chorros por su cuerpo y la oscuridad reinante no eran una ayuda en su intento de tranquilizarse. Su padre, al oír el grito, corrió a la habitación de su hija adolescente y, desde la puerta, la miró fijamente. —¿Pasa algo? —le preguntó, con voz ronca. —Ha sido una pesadilla. No te preocupes. Él asintió y cerró de nuevo, pidiéndole con un gesto que volviera a dormirse. Ella, sin