Desde que mi padre nos abandonó cuando yo tenía apenas seis años, mamá no levantó cabeza. Pasó un hombre tras otro por nuestras vidas sin dejar huella. Cada uno era peor persona que el anterior, pero ella nunca renunciaría a su idea de amar y ser amada. El actual era el más malo de todos; contestaciones subidas de tono, discusiones que se eternizaban, e incluso golpes que ella trataba de disimular con la mejor de sus sonrisas, pero yo ya tenía quince años y no era imbécil. Sabía que debía acabar con ese señor antes de que él acabara con nosotros. Pero en lugar de eso, hui; salí corriendo y me introduje en el inmenso bosque que rodeaba nuestro pequeño pueblo. No me dejaban hacerlo, mucho menos de noche, pero escapar de la realidad era muy difícil en un sitio donde te conocen hasta los recién llegados. Siempre escuché una coletilla al final de cada frase de las cotillas del pueblo cuando hablaban sobre mí: «el hijo de la que se quedó loca cuando el marido se marchó». Esa expresión quedó grabada a fuego en mí y nunca he conseguido quitarme el sambenito. El niño al que su padre no quiso. El niño que vestía con harapos porque su madre no tenía ni para pagar un chándal nuevo. El niño que soportaba un padrastro mamarracho tras otro por culpa de un padre que no quiso ocuparse de él… Supongo que lo único que me quedaba era crecer con ello e incluso aprovecharme cuando se diera la ocasión. Sin embargo, esa noche no me aproveché. No fui a ver a Mari Carmen para que me diera de cenar mientras le contaba la última pelea entre Armando y mamá. Tampoco fui a ver el fútbol con Pepe mientras me incitaba a beber cerveza. No se me pasó por la cabeza ir a ver a Julián para que me contase sus batallitas de cuando era joven mientras me atiborraba a limonada. No, salí corriendo en plena noche y acabé perdido en medio de un frondoso bosque. En más de una ocasión se me pasó por la cabeza la idea de morir allí, tirado bajo cualquier árbol, o incluso sumergido en el lago que cruzaba el bosque. Para cuando me encontraran, nadie reconocería mi cara, ni mi cuerpo, ni hallarían mis escasas pertenencias entre mis ropajes. La gran mayoría del pueblo quedaría consternada y, probablemente, la cabeza de mi madre no volviera jamás al mundo de los vivos, pero yo estaría en paz. No más gritos, no más llantos, no más preguntarme qué se espera de mí. Pero no me lo permitieron. Me encontraron. No fue mamá, ni Julián, ni Mari… fue un hombre trajeado que me obligó a subir a su coche y me prometió llevarme con mi familia. Supuse que era un policía y me enseñaría «el camino hacia la luz», pero lo que hizo no fue llevarme con mi madre y su odioso y cabrón «novio nuevo», sino sacarme de ese bosque, de ese pueblo, y llevarme lejos, muy lejos. Ahora, preferiría haber muerto antes de ver las luces largas de ese vehículo, pero la suerte nunca estuvo de mi parte.
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